Por Luis Córdova
Gina Rodríguez es una amadora del arte. Por eso pinta, modela materias, explora lo onírico, estudia culturas, alimenta su alma de bondad y produce unas obras insufladas por arcanos.
La artista santiaguera se inició temprano en las artes. Sus inquietudes, tan amplias como las cavilaciones de sus obras, la hacen una artista visual multidisciplinaria y se ha ocupado de su formación. La misma joven de pelo rizado, sonrisa cautivadora y talento desbordante que cruzaba la ciudad con bocetos a cuesta y obras en su cabeza, terminaba temprano sus estudios en Bellas Artes para de inmediato cursar Ilustración en la Escuela de Diseño Altos de Chavón, donde se graduó Magna Cum Laude, siendo de las más destacadas chavoneras, sumando además el título de diseño de interiores en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra a su currículo.
Su trayectoria como docente la asocia a la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) de donde egresó en Publicidad mención Diseño Gráfico y del Máster en Educación Superior. Antes, en 2003, estudió Historia del Arte Contemporáneo en la Escuela del Museo del Louvre en París.
Como gestora cultural integró el colectivo de artistas Grupo Ideas y Casa de Arte, donde germina su experiencia primera en sus festivales que le llevaría a ocupar, al tiempo y por otras razones, las direcciones de la Escuela de Bellas Artes de Santiago (EBAS, 2005-2007) y la general y artística del Gran Teatro del Cibao (2007-2010).
Una vida consagrada a la cultura, a la academia, a darse por el arte a una sociedad que aplaudió su regreso expositivo en 2024 con la individual “Invisible”, presentada en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo y en el Palacio Consistorial de Santiago, en junio y noviembre pasados, respectivamente.
Ha sido un gran año para Gina. La Asociación Dominicana de Artistas Visuales (ADAV) la reconoció por su trayectoria, su contribución a las artes visuales y su influencia en el panorama artístico a nivel nacional como internacional, teniendo en cuenta su profunda relación con el arte dominicano y una carrera de más de 25 exposiciones colectivas consolidando su presencia internacional en países como Francia, Estados Unidos, Cuba, Italia y otros países.
El jurado apreció además que su obra ha sido reconocida internacionalmente y es parte de colecciones permanentes como la del Congreso Nacional y obviamente por la exposición que nos ocupa «Invisible».
Sus anteriores individuales, tendentes a una experiencia particularmente única, definen una línea de irrupción en sala, así como su personalidad que irradia el discreto poder de convocar toda nuestra atención; estas han sido “Testimonio” (Embajada de Francia, Santo Domingo), “Ojos de bolero” (Centro Cultural de España, Santo Domingo), “Al interior de las presencias” (Casa de Bastidas, Santo Domingo) y “En el color del arte buscando la vida” (Ateneo Amantes de la Luz, Santiago).
Hablemos de las cosas que no se ven
¿Invisible?
Hay dos acepciones en el diccionario español que se asignan a este adjetivo: “que no puede ser visto” y aquello “que rehúye ser visto”.
La poesía fluye.
Si para Horacio la “Ars Poetica” redefinió el término a más general y ser “un poema sobre la poesía en sí”, la plástica de Gina es un juego similar en el que la pintura se describe a sí misma a partir de una paleta de ocres, naranjas y marrones, discreto canto a la tierra, al polvo del pentateuco, del que todo lo humano fue hecho. Es la obra de Gina el génesis profano de una pintura que se construye a sí misma.
Lo que no puede ser visto
No solo hay una Gina Rodríguez, pero solo podemos ver una a la vez. La profe Gina, la encontramos en la academia, la gestora cultural en sus oficios, la solidaria amiga habitando en nuestros corazones.
Pero hay una Gina, la artista, que es transversal a todas, quizás a todo.
Aquello que no puede ser visto, incapaz de hacerse notar, ha de filtrarse al alma (como decían los antiguos) y quizás se necesiten los anteojos que Fito le colocó a Chico Buarque o unos más antiguos como los de Quevedo, los de James Joyce o los del mismísimo Gandhi.
Lo que rehúye ser visto
Estas obras del conjunto expositivo tienen protagonistas silentes que, ya sea como materia o discurso, rehúyen las visualidades de su forma original.
Los invisibles de Gina son el papel, el agua y la memoria.
El papel de el Papel
Hay unas libretas de pasaportes que asaltan la esperanza, en una obra que convoca a la reflexión de esa voluntad migrante que todo isleño, en cierto grado o modo, posee (“Arregla los papeles”, técnica mixta, 2023).
El papel de estraza, el usado en nuestros colmados, fue a sorprender el ojo viajero de la artista. En un paraje remoto, andando los campos como a veces se encuentra consigo misma, descubrió este recurso en una pulpería. Lo que observó fue un fondo que comunicaba la transitoriedad del mercado, la transacción de las ansias y lo pasajero de lo material. Fue a parar a unas obras como cómplice silente de otra alocución, acaso renegando su original infortunio (“La importancia de todas las pequeñas cosas”, técnica mixta, 2024).
Más papel. Papel de libros. Los libros están presentes. La palabra ha estado allí, en sus obras anteriores la grafía irrumpe la visualidad para colonizar y dejar sentado el discurso propio (“Brechador”, técnica mixta, 2023).
Mucha agua
Un homenaje al padre lector, oráculo de tantas inquietudes, conecta con ese origen en el que todo era el verbo y el verbo era la creación, la de Gina obviamente. Para muestra dos obras: “Yelidá” y “Macondo”, universos literarios que mojan sus realidades en las costas del Gran Caribe, permanente diálogo de lo insular y lo continental.
Y así hay unos poemas ocres, paleta de tierra, su tierra insular que arrastra absurdidades a una costa a la que estamos llegando siempre, de la que estamos partiendo siempre.
El agua, ese otro invisible, corroe los metales, difumina tintas, traduce tonos. Aunque no se vea, está viniendo ya sea como ríos interiores macondianos, como mares dilatados en lágrimas o como su sudor en la construcción estos universos.
La memoria del ojo
Nos alcanza a estas alturas para recorrer los dos niveles del antiguo edificio que acoge en Santiago la muestra. Allí “El negro detrás de la oreja”, la anatomía como eje y unos personajes espectrales como meridiano de un blanco que evoca paz y una conjugación de siluetas refulgentes.
Esa utilización de recursos extrapictóricos está presente en “Cámara de la vida”, un recuerdo a la infancia de los mayores, ya hay que decirlo, que llama a ver lo invisible, la memoria, esa otra protagonista que nos acecha en el conjunto expositivo.
“Un corazón tendido al sol”, “El eterno retorno de las cosas”… Lo ancestral caribeño, lo conmovedoramente insular.
En la obra de Gina Rodríguez hay poesía y pensamiento. Sus pinturas, instalaciones, evocan el concepto ya maduro de quien dialoga con un alfabeto autónomo de colores que cuestiona, señala, pondera sin transgresiones, al menos innecesarias.
La materia emana, como la vida misma, desde el fondo de la obra, para colgar, para desdoblarse, para invitar a la conjugación de las perspectivas a la poética de una plástica original.
Allí está a gritos lo invisible. Rehuyendo ser visto por el ojo acusador, abierto al ojo inocente que acierta en el discurso codificado en obras de manufactura compleja de las que Gina es una maestra.
Final
Como diría, Tomás Hernández Franco: será difícil escribir la historia de Gina un día cualquiera.
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