Por Evelin Valdez.
Hace un tiempo cuando apenas era una adolescente, con tan solo 16 años de edad, los padres de Cinthia, la llevaron de compra a una plaza muy elegante y fue allí donde ella conoció el amor de su vida.
Ella sin saber que ese amor iba a ser tan grande y que iban a compartir tantas cosas juntos, decidió llevarlo a casa.
Era plateado, con luces al sonar, con el solo hecho de ella tocarlo se encendía y hacia lo que ella quisiera, siempre lo llevaba consigo, compartían los mejores momentos y los más importantes en su vida.
Desde antes de ver el sol, con un sonido fuerte y constante ella despertaba y lo tomaba en sus manos y verificaba que todo estuviera en orden.
Comenzaban las aventuras de cada día, ella desayunaba y con esta gran compañía, salía a la calle a recorrer cada rincón de la ciudad, enfocando cada lugar hermoso, la comida, los viajes en tren, autos, en bicicletas y al estar con sus amigos todo era junto a su compañero fiel e inseparable.
Entre fotos, videos, redes sociales y aplicaciones que se descargaba la unión se hacía más sólida.
Ya era casi imposible estar separados por más de dos horas, estaba al pendiente de que estuviera con la batería con un mínimo de 60 de por ciento de carga y en perfectas condiciones.
Los años pasaban y había que ir cambiando el caparazón, conservado la misma dirección y todo aquello que había creado, como parte de su diario vivir.
Las citas con amigos eran aburridas, prefería conversar a través del milagro tecnológico que le había regalado la vida.
Al visitar un restaurante lo primera era hacer unas fotos y compartirlas en las redes sociales del momento.
Cuando optamos por darle más importancia a los teléfonos celulares, sin importar las marcas o los modelos, más que a las personas, terminamos casados con ellos.
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